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Pedro L. San Miguel

Catedrático Jubilado, Universidad de Puerto Rico

A la memoria del Maestro Jorge Iván Rosa Silva,

porque siempre anhelaré narrar la historia

como él me la contó a mí: con erudición y humor.

¿Qué es lo que hacen los historiadores? Esta pregunta puede parecer pueril, injusta, absurda, trasnochada o innecesaria. Di­go: puede parecerlo si se asume que lo que hacen los historiadores es algo inmutable, definido y establecido de for­ma per­ma­­nente y, en consecuencia, no sujeto a cambios y trans­for­maciones. Estaríamos pregonando, por un lado, que uno de los objetivos de la historiografía (es decir: de la dis­ciplina de la Historia) es estudiar las transformaciones que han sufrido (o disfrutado) las sociedades humanas; pero, por otro lado, estaríamos sustentando que la disciplina misma no cam­bia. Que la historiografía no se transforme al mismo ritmo al que ocurren otros cambios en la sociedad o al ritmo en que lo hacen otras “áreas del saber”, es algo que podemos dar por sentado. Inclusive, hay quienes opinan que la historiografía es una disciplina fundamentalmente conservadora. Quizás, y a pe­sar de pro­clamas en contrario, de tanto mirar hacia atrás, al igual que la mujer de Lot, ha sufrido alguna que otra metamor­­fosis en estatua de sal.

Intento en este trabajo compartir varias inquietudes, pro­­­ducto de lecturas recientes, las que se aproximan crítica­mente al quehacer de los historiadores o de “especialistas” cu­­­­­yos abor­dajes, tanto metodológicos como na­rrativos, son similares o paralelos a los de los primeros (por ejemplo: los an­­tropólogos). Precisamente, aquí encuentro un primer problema o punto de tensión: aunque varias de las obras aludidas llevan publicadas varios años, algunas hasta decenios, las mis­mas apenas han sido consideradas en las reflexiones hechas por los historiadores latinoamericanos y caribeños. ¿O quizás deba matizar, señalando que, como tantas otras cosas, desde el liberalismo hasta la “escuela de los Annales”, este tipo de reflexión nos llega con “retraso”? No descarto, por supuesto, que el atraso sea más parcial de lo que supongo.

De esas lecturas, tomo un ejemplo, entre otros: Meta­historia: La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX, de Hay­­den White. Este libro fue publicado originalmente en inglés hace más de veinte años. El mismo propone una nueva lectura (¿lo será todavía, luego de dos décadas?) de las obras de varios de los principales intérpretes de la historia (¿es posible usar otro término para poner en el mismo saco a Marx, Croce, Ranke, Tocqueville, et al.?). El propósito de White es, en sus propias palabras, realizar un “análisis de la estructura profunda de la imaginación histórica”. ¿Y qué es, en síntesis, lo que propone White? Pues que las diversas modalidades de la historiografía “son en realidad formalizaciones de intuiciones poéticas que analíticamente [las] preceden y que sancionan las teorías particulares utilizadas para dar a los relatos históricos el aspecto de una «explicación»” (énfasis añadido). Esto lo que quiere decir —en cristiano, musulmán, santería y vudú— es que la historiografía es un “artefacto literario” (literary artifact), término empleado por White en Tropics of Discourse (2ª imp.; Baltimore, 1986). Después de todo, parece que los historiadores narramos, tal como hacen los novelistas, aunque, como el famoso gentilhombre de Moliére, no seamos conscientes de que lo hacemos.

No nos vanagloriemos, sin embargo, pensando que formamos parte de un club exclusivo: los antropólogos, señala Clifford Geertz, hacen lo mismo. Uno de los principales recursos metodológicos de la Etnografía, de las ramas de la Antropología la que es más cercana a la historiografía, estriba en convencer a los lectores de su capacidad de penetrar las sociedades estudiadas. Y esto se logra, según Geertz, transmitiendo el sentido de “haber estado allí” (being there). Tal sensación se logra —demuestra Geertz, al analizar el trabajo de varios reputados etnógrafos— a través de recursos principalmente narrativos, es decir: literarios. Valga mencionar que el being there del que habla Geertz no es ajeno a las pretensiones de los historiadores; el mismo es equivalente al anhelo historicista de compenetrarse con el “espíritu de la época” estudiada. El being there de los historiadores estriba en convencer (¿hacer creer?) al lector de que “hemos estado” en la época sobre la que se escribe; o, por lo menos, que la conocemos tan bien como si hubiésemos estado en ella.

Y si narramos, en el sentido más literario del término, ¿qué hay entonces de aquella vieja pretensión de la historia científica? ¿No consistió el programa de diversas tendencias his­toriográficas, del siglo XIX al presente, en convertir a la his­­toriografía en una ciencia? Aquí, nuevamente, White viene en nuestro auxilio. White señala que entre los historiadores tien­­de a prevalecer una noción sobre la ciencia que es del to­do inadecuada. Esta inadecuación se origina en el hecho de que nuestras concepciones sobre lo que debe ser la ciencia son fundamentalmente concepciones decimonónicas; y ni siquiera de finales, sino de principios del siglo XIX. Añade que, para el grueso de los historiadores, nuestra concepción de la historiografía es una combinación de “arte romántico” y de “ciencia positivista”. Irónicamente, continúa White, mientras que artistas y científicos han ido abandonando tales concepciones sobre sus respectivas áreas de trabajo, los historiadores hemos permanecido aferrados a las mismas.

Los planteamientos de White nos llevan a otros pro­blemas sobre la historiografía, muchos de los cuales son abor­­­­­dados por él en Tropics of Discourse. Tenemos, en primer lugar, el hecho de que la historiografía, como memoria colectiva, es una invención de Occidente. Diversas sociedades —e, inclusive, Europa occidental durante siglos— han recurrido a otras formas de memoria. En tal sentido, hay que destacar la fuerza del mito, en sociedades a todo lo ancho del planeta y a lo lar­go de la historia de la humanidad, como memoria y como explicación del pasado. Pero si la historiografía está basada en “intuiciones poéticas”, como arguye White, ¿no implica es­to que ella también es (o puede ser) una forma de mito? ¿Dónde queda, después de todo, el carácter científico del co­no­cimiento histórico? ¿Habrá que contentarse, como en bue­na medida han hecho los científicos, con saberes más modestos, no con la verdad, como ingenuamente creímos al aceptar que la historiografía era, también, una Ciencia con mayúscula, co­mo las otras, las que en inglés llaman hard sciences? (Esto deja de lado el que estas últimas sean, igualmente, “narraciones”, hi­pó­tesis que no podemos descartar.)

Los orígenes de la historiografía nos remiten no sólo a su lugar de nacimiento: nos conducen, además, al momento del mismo. Aparte de ser “europea”, la historiografía es hija de la modernidad. En el mejor espíritu moderno, cierta historio­grafía nació rebelde, más que dispuesta, inspirada en el de­seo del cambio; por ello, nació marcada por el signo de la aven­­­tura. Pensemos, sobre todo, en el sentido del cambio y de la aven­tura —intelectual pero también política— que alentaron los trabajos de Marx. Al menos del Marx que nos describe Marshall Berman. Este Marx reconoció, apunta Berman, el carácter “evanescente” de la vida material moderna, al igual que de sus formas y expresiones culturales. Y lejos de do­­lerse de esa “evanescencia”, Marx la acogió como un signo del “progreso” de la humanidad —aunque siem­­pre le podamos reprochar esa fe, si no ciega, al menos tuerta, ante el “progreso”.

La historiografía como aventura: ¿no fue ésta, igualmente, una de las características de la fundación de la revista Annales, a principios del siglo XX, por Lucien Febvre y Marc Bloch, como se desprende del testimonio del propio Febvre en Combates por la historia (3ª ed.; Barcelona, 1974)? ¿Qué otra cosa fue, sino una aventura, el gesto osado de aquellos jóvenes criollos que, a mediados del siglo XIX, se lanzaron a los archivos españoles a buscar y rebuscar cuanto documento se re­fería al pasado puertorriqueño? ¿No es ese sentido de la aven­­­tura lo que permea el relato de un (entonces) joven, recién doctorado en historia medieval, quien teniendo a su ha­ber apenas un precario curso en la materia se lanzó a enseñar historia de Puerto Rico (Fernando Picó, Historia general de Puer­­to Rico [3ª ed.; Río Piedras, 1986])? ¿No inició esta osadía una de las aventuras historiográficas —con relatos llenos de significados y significantes nuevos— más ricas y pertinentes del Puerto Rico contemporáneo?

Dice Berman que uno de los rasgos de nuestro mundo moderno es “que ha perdido el contacto con las raíces de su propia modernidad”. Yo no puedo decir, así en conjunto, si ello es favorable o no. Sí me parecería lamentable que la historiografía (y, para el caso, cualquier disciplina, arte o ciencia) perdiese el sentido de la aventura. Hace unos años se po­día argumentar, con pocos reparos, que ésta es una visión ro­mántica, más propia de los novelistas que de los historiadores: la prescripción de las diversas modalidades de la “Historia científica” era que había que restringirse al documento, la teo­ría, los modelos. Hoy en día, ante las sugerencias de que unos y otros no son tan disímiles, el argumento ha perdido fuerza. En todo caso, sería lamentable que la historiografía sufra el destino de muchas otras empresas que se inauguraron con la modernidad, entre otras cosas, como una aventura. A fin de cuentas, no tenemos por qué asumir que la historiografía es inmune a la caducidad. Como nos recuerda Marshall Berman, “hasta la expresión más heroica de la modernidad como aventura puede ser transformada en el emblema deplorable de la modernidad como rutina”.

Y si llegase a convertirse en mera rutina, poco daría que, como tantas otras experiencias de la modernidad, ella, también, se desvaneciese en el aire.


Versión ligeramente editada de ensayo publicado originalmente en: En Rojo (suplemento cultural de Claridad, PR) (3-9 de febrero de 1995).